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Estatua de Domingo Benkos Biohó |
PUMZA
Salí de Bogotá en la tarde con la
esperanza, no, más bien el deseo de superar lo difícil que había sido el último
semestre en la universidad. Era mi tercer semestre de Comunicación
Social pero lo sentía como el primero, ya era un periodista en
proceso. Había impulsado ‘’LO NEGRO’’ un proyecto de y para
la, tan golpeada e ignorada raza negra en Colombia, la intención era empezar a
sembrar el grano de arena que siempre he querido aportar al desarrollo de mi
comunidad afrodescendiente en Colombia.
Llegué a Cartagena alrededor de las
siete de la noche, hacía un clima cálido y una brisa de esas refrescantes que
caracterizaba a la ciudad de mis antepasados afros. Sentía el peso
del aire como un par de cadenas oxidadas en mis orificios nasales, mi cabeza
daba vueltas tratando de encajar las tan desordenadas piezas que llegaba a poner
en su lugar, mientras la gente vivía un domingo más.
Llegué a casa de mis abuelos,
recordando más de 15 años de aventuras en la bella heroica; nombres, caras,
juegos, escenarios vagos de escondite, el implacable sol de la tarde mientras
jugaba fútbol en el polideportivo, la cálida lluvia que nos arropaba entre
sonrisas, goles y jugadas. Estaba emocionado, recordé a mis primos, a mis
amigos y a toda esa gente a la que agradezco haber crecido conmigo.
Se me había metido en la cabeza la idea
de visitar Palenque, había estado averiguando las posibilidades de
una posible visita al pueblo que forjó la libertad de los negros esclavos por
allá a mediados del siglo XVI cuando Domingo ‘’Benkos’’ Biohó se
cansó de la supremacía española, de los eternos latigazos de cada atardecer,
del trabajo furtivo sin recompensa, de ser tratado como animal por tener un
color de piel más oscuro, por ser físicamente más fuerte, pero mentalmente
aturdido, adolorido, se llevó a unos cuantos consigo a un terreno en medio de
lo que ahora se conoce como los Montes de María, que después
tomaría el nombre de Palenque que connotaba ''grupos
secretos en pro de la libertad'', lo que en Brasil se llamaría ''Kilombo''.
Tiempo después al nombre tradicional de ‘’Palenque’’ se le
añadió el ‘’San Basilio’’ en referencia a la estatua de aquel
santo que mientras era transportada a San Agustín de Playa
Blanca se quedó atascada, los habitantes del pueblo creyeron que
aquello no era coincidencia y que por el contrario se trataba de un presagio y
así pues adoptaron a San Basilio como el santo del pueblo, por
ende incluyéndole en el nombre de pila, acompañando a ‘’Palenque’’.
Tan sabroso, como la riqueza histórica
de mi raza negra, me sentía en mi ciudad. Había nacido en Bogotá pero me sentía
más de Cartagena. Sensación que había nacido después de vivir allí mis primeros
tres años. Sentía ese sol de cada mañana en mis venas.
Había logrado convencer a mi abuelo de ir
en busca de conocimiento e identidad a San Basilio de Palenque,
estábamos a tan solo una hora y media, y podríamos coger un taxi hasta el
puente de Turbaco, donde una van nos llevaría a El Viso, pueblo que quedaba
justo en la entrada que daba a Palenque, donde hacían unos 38°C sin
una sola pizca de brisa, donde la arepa e’ huevo era tan grasosa como nuestras
caras llenas de sudor.
El viaje de pronto se complicó, luego
de tomar un ligero pero contundente desayuno decidimos averiguar la manera más
precisa de llegar a Palenque, nos topamos con la noticia de que la
única forma era en moto. Mi abuela no podía montarse en una de esas, por lo
tanto representó un gran problema.
Decidimos regresar a Cartagena con la
promesa visitar Palenque en un medio más cómodo y con más calma.
Pasó una semana y así fue…NGUVU
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Grabado en honor a Benkos Biohó |
El sábado siguiente llegó
el carro que mi abuelo había alquilado a las 8:30 AM, el atuendo, la energía y
hasta nuestro aire había cambiado luego de una semana. Me sentía más
expectante, más emocionado, más fuerte.
Llegamos a Palenque a eso de las 10:00 AM, luego de pasar
por casas de crianza ganadera y de ver en el camino que de la carretera conduce
al pueblo varios letreros que resaltaban a diferentes personalidades
palenqueras como Kid Pambele y el tamborero Batata, que representa uno de
los elementos más importantes de la cultura africana en Colombia como medio de
expresión, el tambor.
El pueblo se sentía
fresco, el calor era inminente y el sol disparaba sus rayos de frente,
indolente, insolente. El pavimento se había ido, la tierra y huecos de
diferentes calibres hacían brincar el pequeño carro color negro que nos
llevaba, mi abuela saltaba y luego sonreía, se había vestido pulcramente, como
siempre, ella tampoco conocía el pueblo de sus raíces. Nos sentíamos como tres
exploradores curiosos en busca de conocimiento, identidad y fuerza, en busca de
unidad y riqueza, pero no la que dicta el dinero, más sí la que dicta la
experiencia.
Indagando y titubeando,
poco a poco, llegamos a la Casa
de la Cultura del pueblo
donde en la puerta nos esperaban dos negras muy amables que siempre nos estaban
sonriendo y que a pesar de que no eran palenqueras, habían vivido gran parte de
su vida allí, eran las guías, luego de un breve registro y una sesión de fotos
con una de ellas que cayó en un estético amor con mi caracol (un gorro redondo
pintado de los colores de Cartagena y Colombia que le había comprado a un
hermano nómada días antes en el centro de la ciuda), nos llevaron al salón de
eventos. La madera estaba desgastada, la guía nos advertía, mientras con
cuidado pisábamos, que en el pueblo era muy común el comegen, un animalito tan
mínimo que nadie había visto pero que sabían era el responsable de acabar con
la madera en las tierras costeras. Allí, resaltaba un gran mural con una de las
frases más celebres de Benkos
Biohó que invitaba, en idioma
palenquero nativo y en español, a no dejar perder esa riqueza cultural y
espiritual que representa el idioma nativo del pueblo, sentí un escalofrío en
ese momento, era como estar sintiendo las cadenas liberando lenta y
dolorosamente a aquellos negros que habían dejado de ser objetos, animales y
esclavos de los españoles para ser libres, unidos y espiritualmente fuertes. Me
sentía abrumado.
Seguí rodando por aquel
pequeño salón lleno de carteles y frases alusivas a las raíces culturales
palenqueras, hasta que decidí salir, me llevaron a la biblioteca, uno de los
lugares por los que había hecho tal viaje, quería saber en qué condición estaba
un centro tan importante para el crecimiento, porque desde muy pequeño había
dado cuenta de lo sabroso que era el aprendizaje y de lo placentero que era un
buen libro. Me encontré con la grata sorpresa de un lugar repleto de libros
dedicados a las raíces africanas, relatos de escritores negros, cuentos sobre
antiguas mujeres del pueblo, libros de ilustración fotográfica acerca del
estilo de vida en el norte de África,
libros para niños con dibujos representando la historia de Palenque, mesas de colores
verde y rojo (verde por los árboles y los pastizales que rodean al pueblo, rojo
por la sangre derramada), un televisor viejo y empolvado, libros de medicina,
geografía y matemáticas, al igual que literatura contemporánea de escritores
como Gabriel García Marques, Paulo Coelho, Julio Cortázar, etc. Así como antologías,
cuentos cortos y juegos de azar. La biblioteca estaba nutrida y era agradable,
agarré un libro que hablaba acerca del estilo de vida en la República del Congo, en África y me senté a leer un rato,
posteriormente, emprendí una conversación con la alta bibliotecaria que
estaba en octavo semestre de Pedagogía
Infantil, era nativa, me contó que los libros los llevaba principalmente el Ministerio de Cultura, pero que
al mismo tiempo habitantes del pueblo, visitantes y organizaciones donaban para
completar el catalogo final de la biblioteca que claramente estaba basado en la
apropiación del conocimiento de su propia historia palenquera. Porque sabiendo
de dónde venimos estaremos concisos a la hora de reconocer hacía donde vamos.
Seguido a la biblioteca
estaba el estudio que desafortunadamente ese día estaba cerrado, supongo que
por la hora. Allí se producían programas de radio y diferentes proyectos
musicales de la gente del pueblo, algo que se llevó mi completa atención por mi
forjada cercanía con el medio. Seguido estaban las oficinas y por último, con
la madera en estado deplorable, empolvadas, estaban los diferentes ítems que
harían parte del museo que aún estaban construyendo.
Salimos de allí
agradeciendo la atención y preguntando por un lugar donde poder desayunar al
estilo palenquero. Dos cuadras a la vuelta llegamos a una casa donde una señora
de sonrisa exuberante que de manera apresurada sacó una mesa y varias sillas
para, acto seguido, preguntarnos qué clase de pescado nos gustaría de desayuno.
Así pues el desayuno fue pescado, con patacones, arroz con coco y una manzana
fría. Lo devoramos mientras veíamos pasar a la gente, unos caminando, otros en
caballo, los pelaitos montados en un palo de escoba, jugando a los jinetes,
mientras las madres bailando al caminar se quejaban del calor y del hecho de
que el pueblo aquel día no contará con luz.
Al terminar de
‘’desayunar’’, me senté al lado de un árbol a observar como los niños jugaban con
sus palos de escoba y bailaban al mismo tiempo, llamándose como los jugadores
de la selección; ¿hasta dónde
puede llegar algo tan trivial como el fútbol?, ¿cuánto logra unirnos?, ¿cuánto
nos llena?, ¿cuán efímero es un instante tras un balón y cuán gratificante es
la sonrisa de mi raza?, pensé. Se me acercó uno de ellos, simplemente a
saludar, su cara denotaba dolor, estaba sin camisa, reluciendo su pancita y
solo llevaba un mocho de jean retozado, su cabeza brillaba, aunque no más que
su sonrisa y sus ojos grandes, como de lince, connotaban la curiosidad que
caracteriza a los niños de su edad. Le saludé y luego me paré a jugar con él un
rato, descalzo, en un momento inolvidable donde, sintiendo directamente mis
pies enterrados en aquella arena naranja, las energías de mis antepasados, la
fuerza y la sabiduría de ellos, le prometí al pelaito que escribiría acerca de
él y que regresaría pronto ya con mi propio ‘’caballo’’ para no tener que pedirle prestado el
de él.
Nos subimos al carro,
dirigiéndonos de forma fugaz hacía la plaza principal del pueblo donde se
encontraba la mítica estatua del libertador, Benkos
Biohó, que en medio del sol se veía más brillante que en las fotos que
solía apreciar desde Bogotá cuando disparaba palabras de resistencia en
relación a mi raza, ahora era yo quién la fotografiaba y la apreciaba, en otro
de los momentos de gran idilio mental y espiritual, suspire para inspirar a mi
llegada, deje todos mis sentimientos dañinos, me llené de amor y paz, en ese
momento, caminando alrededor de la plaza, vestido de blanco con la fuerza del caracol
en la cabeza y los ojos de los hermanos palenqueros que sentados allí
disfrutaban de una cerveza mientras esperaban por el regreso de la luz,
discutían acerca de política y deportes, me sentí nuevo, me sentí valiente, me
sentí motivado.
Tomé algunas fotografías
más y me subí al carro para regresar a Cartagena con la promesa de volver en un
futuro no muy lejano porque nunca se aprende lo suficiente en un día de
estadía, salí observando con suma atención a las negras que bailando al caminar
me miraban y esbozaban esa sonrisa que tanto caracteriza a la mujer negra,
todas esplendidas, lindas, todas soñadores, encantadoras.
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Las calles de la arena caliente y el sol histórico. A una cuadra del cementerio. |
Deje Palenque, con ganas de volver, con una sonrisa en mi
rostro y mis gafas empañadas, deje aquel lindo pueblo con ansias de hablar de
él, con ansias de transmitir el conocimiento adquirido allí y con ganas de
seguir regando el granito de arena sembrado aquel 12 de febrero con LO NEGRO para luego cosechar progreso y
desarrollo, para luego cosechar fuerza, para mi gente, mi querida gente negra.