Solía entrenar béisbol en el estadio de El Salitre, vestido de azul, arrancaba cada mañana con mi maletín colgado al hombro con la esperanza de siempre llegar a home, y anotar, hambriento de victoria. Tenía 12 años. Ésta analogía, perfectamente encaja con lo que vive mi ciudad que se ha visto la última década sumida entre la violencia juvenil, el caos vehicular, la pobreza, el uso desproporcionado de recursos naturales, el acinamiento en los colegios distritales, la falta de oportunidades laborales, el poco reconocimiento al trabajo de los docentes, la desfachatez de los empresarios, los recursos fantasmas, la cultura deplorable de sus ciudadanos, el pesimismo de este escritor.
Tomando como corredor a esta ciudad y un sostenimiento evolutivo como base, me atrevo a decir que Bogotá se ha quedado vacilando entre primera y segunda base desde que comenzó este siglo XXI, con alcaldes robando a su propio pueblo y personas dormidas bajo los laureles del silencio, aturdidos por el frío, encerrados en el smooth del consumismo efímero.
Nuestro lema es la afroalegría, sostenida por las sonrisas negras fuertes de esta tierra tan rica, tan pura, tan mágica, tan llena de vida, vida que a veces asfixia.